
Eduardo Moreno recuerda la historia de sus antepasados.
Entre las cientos de historias que se entrelazan en el cementerio de Riobamba, una llama la atención. Una tumba, dos sillas, un espectro y la música ejecutada desde el otro mundo hablan de amor, devoción y despedidas.
Acostumbrado a las penumbras y al silencio espectral, el guardia del cementerio de Riobamba, allá por mediados del siglo XX, escuchó una música familiar. Con la tranquilidad que le daban los años que había permanecido al cuidado del camposanto, apagó el aparato de radio que había conseguido para acompañar sus noches de vigilia, encendió el mechero, se colocó el poncho y el sombrero para combatir el recio frío de las noches riobambeñas, y se dispuso a seguir el origen de la melodía que sonaba suave y tierna a sus oídos. Salió del pequeño recinto que le servía de guarida, con un padrenuestro y un avemaría en la boca, y alumbrado por los destellos de la luna que parecían acompañarlo en su indagación. La primera ocasión que había escuchado la melodía, que con el paso del tiempo se había compartido en una entrañable costumbre para él, sintió escalofríos y presionó con fuerza el crucifijo que su madre le había regalado para enfrentar a los espíritus que según ella siempre rondaban a los vivos. A medida que avanzaba hacia el lugar, también logró percibir murmullos en una lengua extranjera, que no alcanzaba a descifrar. Esa primera vez huyó aterrorizado y juró dejar para siempre ese trabajo, aunque le significara los ingresos para mantener a su familia. Es que la vio claramente. Una mujer vestida de blanco, con el cabello suelto y largo, estaba sentada en una pequeña silla verde que había sido colocada en par y que adornaba una de las tumbas del cementerio. Estaba impasible, transparente, como que el tiempo y las inclemencias del clima, ya no fueran sus preocupaciones. Al llegar a su aposento, agitado y bañado en sudor frío, prefirió pensar que había sido una pesadilla; al final de cuentas, necesita ganarse el pan de cada día. Pero para él, lo que sucedió cada una de las noches posteriores, le hizo ver que aquello estaba más allá de un mal sueño. Y dejó de tener miedo cuando al atardecer de un día, encontró a un hombre orando frente a la tumba. Él fue quien le contó que detrás de lo que parecía una historia de fantasmas, se encontraba la devoción y el amor de un hombre.
Por eso, el guardián del cementerio esa noche, sin abandonar el respeto por el más allá, hizo su acostumbrado paseo hasta la tumba de las sillas y aunque ya no pudo divisar a la mujer del vestido blanco, sí pudo escuchar la hermosa melodía y el murmullo de voces masculinas, que se unían en una amalgama sonora que desafiaba al tiempo y al espacio.
- Aquí están enterradas mis dos abuelitas- dice don Eduardo, quien es el único de la familia que todavía visita con regularidad la tumba y que se encarga de su mantenimiento.
También es el encargado de hacer más terrena la historia de las sillas en el cementerio. Porque más allá de la narración, que al pasar de los años ha tomado dimensiones de leyenda, está la existencia de gente real que vivió y sufrió los avatares de las despedidas.

Las lápidas originales fueron sustraídas.
Paul Th. Schneidewind había hecho de Riobamba su lugar de residencia junto con su familia: su esposa Elizabeth, y sus hijos Werner, Herbert y Rafael, todos de origen germano. En Sudamérica y específicamente en la ciudad Sultana, empezaban a florecer las iniciativas comerciales de extranjeros como la familia de Paul, quien echó a andar su emprendimiento denominado como “Droguería Alemana”.
En un anuncio datado a inicios del siglo XX se explicaba sobre los bienes y servicios que ofrecía la familia Schneidewind a la comunidad riobambeña:
Gran surtido de toda clase de mercadería de patente, además conservas, vinos y licores, abarrotes, semillas de hortalizas, de flores y para pastos. Cemento romano, polainas, filtros para agua, galletas y confites extranjeros, artículos de ferretería, cristalería, papelería, perfumería, importación directa. Se acepta toda clase de encargos para ultramar.

Rafael Schneidewind, uno de los hijos de Paul.
El bazar de Paul ofrecía de todo para los riobambeños, a través de importaciones directas. También había logrado crear fuentes de empleo para los lugareños como Victoria Moreno, hoy de 102 años de edad, quien con su memoria casi intacta y lucidez asombrosa, recuerda lo que significó el haber laborado en la droguería de los germanos: encontró el amor de su vida. Se trataba de Herberth Schneidewind, a quien recuerda como un caballero “guapo, alto y muy educado”.
Ambos se conocieron en el local comercial y se siguieron tratando cuando Victoria pasó a trabajar en otro negocio de la familia alemana: la fábrica Ultramares, ubicada en las actuales calles Junín y Loja, que se dedicaba a la confección de cuerdas de cabuya que eran vendidas en su totalidad en el puerto de Guayaquil.
Para entonces, Victoria recuerda que don Paul había enviudado de su esposa Elizabeth (había muerto el 3 de julio de 1917) y se había vuelto a casar con una señora peruana llamada Rosita Elvira. El nuevo compromiso del próspero comerciante alemán no había menguado ni un ápice de la veneración y el amor que habido sentido por su primera esposa. De manera que instauró un ritual, que como tal se repetía todos los días a partir de las cinco de la tarde. En compañía de sus tres hijos, y provistos de violines y un acordeón, acudían al cementerio de la ciudad para orar por su esposa y madre, para conversar con ella y para dedicarle las piezas musicales preferidas. En su intento por mantener ese contacto permanente, Paul hizo delimitar la tumba con unas verjas de color verde con una puerta de entrada, y dentro de ella un par de sillas para ocuparlas durante el tiempo que reproducían este rito de amor y fidelidad. Detallista como era también quiso perpetuar el nombre de Elizabeth y colocó una bella placa de mármol traído del extranjero con un texto escrito en alemán.
Con el tiempo y al morir su segunda esposa, Paul decidió enterrarla en la misma tumba, para proferir la veneración necesaria a la memoria de sus amadas compañeras de vida. La intención del comerciante era cumplir con esa amorosa obligación hasta el final de sus días, pero la guerra se lo impidió.

Fotografía de Adolfo, Bertha y Eduardo, hijos de Victoria y Herbert.
Por su parte Herbert y Victoria, tal como relata la misma protagonista, habían consolidado su relación y habían procreado tres hijos: Adolfo, Bertha Ruth y Eduardo. Tampoco ellos sospechaban que su familia se partiría para siempre.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial obligó a los alemanes que habían emigrado de su patria, regresaran a prestar su servicio a la nación. Victoria recuerda que de un día para el otro, Paul, su amado Herbert, Werner y Rafael fueron llevados en el tren para abordar un barco de regreso a Alemania.
Con la nostalgia que el tiempo no ha podido disminuir, peor aún borrar, Victoria recuerda que con sus hijos pequeños lograron llegar hasta la estación de Cajabamba, para despedirse de Herbert, quien después de recomendar el cuidado de sus hijos, también le pidió no olvidarse de la tumba donde reposaba su madre. Había desazón en el corazón de ambos, porque la incertidumbre de la guerra y la distancia hacía imposible predecir si algún día se volverían a encontrar. Sin querer perder la esperanza, pero existía el temor de que aquello podía ser una despedida permanente. Y casi lo fue; los tres hijos Schneidewind lograron sobrevivir a los horrores de la guerra, pero no pudieron regresar a la ciudad que los había recibido con hospitalidad y cariño, como si hubieran nacido en ella.
La partida de los alemanes terminó con la prosperidad de los negocios y de pronto, Victoria se quedó en la calle al cuidado de sus tres hijos. Sin poder adivinar la urgencia que llegaría a sus vidas, Herbert logró entregar su apellido solamente a Bertha, quien se convirtió en religiosa marianita y hoy radica en Venezuela.

Herbert Schneidewind (izquierda) en su regreso fugaz a Guayaquil.
Ya adultos, los tres hermanos pudieron reencontrarse con su padre, quien regresó por unos días a Ecuador, pero por motivos de salud no pudo salir de Guayaquil. Eduardo cuenta que fueron momentos realmente conmovedores, cuando pudieron mirar con los ojos de la madurez al progenitor que recordaban apenas con las brumas del tiempo encima. Fue él, quien tomó la iniciativa y los abrazó con la nostalgia de lo que no pudo ser.
Eduardo Moreno heredó de su madre la misión de mantener cuidada la tumba de las esposas de Paul, sobre todo cuando la edad empezó a hacer sus estragos. A pesar de los cuidados permanentes que ha prodigado, no pudo evitar que se cometieran actos de vandalismo contra la tumba. En primer lugar se sustrajeron una de las sillas, que más tarde fue repuesta por Eduardo en su afán por mantener el espacio lo más fiel posible al deseo de su abuelo. Y finalmente, gente que no ha sido identificada, se llevaron las dos lápidas de mármol donde constaba la inscripción puesta por Paul Schneidewind y las fechas exactas del fallecimiento de las dos señoras. Lamentablemente, las losas que actualmente están colocadas no contienen la información de las originales.
Victoria y Eduardo son las dos personas cercanas a la historia que viven en Riobamba, y que esperan que cuando ellos partan, el paso de los alemanes por la ciudad y la devoción con que Paul amó a sus esposas, no se pierda en el apuro de la vida cotidiana.
Mientras tanto, quién sabe si aún hoy en el silencio y penumbras de la noche, se puede escuchar la música de los alemanes.

Doña Victoria, de 102 años, sostiene en sus manos la foto de Herbert, el padre de sus hijos
Es un agradable relato de una historia como hubo tantas, de alemanes que vinieron con la ilusión de triunfar en tierras extrañas, y cuando lograron éxitos que beneficiaron a ciudadanos naturales, la política hecha guerra los obligó a dejar todo. Unos regresaron.. ojalá se pueda rescatar historias similares.
Gracias por el reportaje, soy de la generación, mi abuelo fue don Paul , mi madre adorada Victoria y mi padre Herbert ,lo narrado por mi hermano Eduardo es la verdad, cuando viajo a Riobamba, visito la tumba de las cónyuges de mi abuelo, no es un mito sino realidades, en nuestra sangre existe también antecedentes de alemanes, gracias por el interés demostrado.-
Estimados Adolfo y Eduardo: Me llamo Manuel Castañeda, de Lima, Perú. Muy impactante y conmovedor reportaje el que acá se publica. Tengan en cuenta que ustedes tuvieron la dicha de volver a ver a su padre aunque fuese un momento. El mío murió cuando yo tenía 9 años y no he de verlo sino con el favor de Dios cuando yo me vaya también de este mundo. Mi madre se apellidaba Jiménez Sologuren y por Sologuren me encuentro ligado de algún modo con Paul Schneidewind y ustedes. Los hijos de Paul con Rosa Elvira Sologuren fueron Paul y Theodor y ambos dejaron descendencia en Lima. Gustaría de entrar en contacto con ustedes. Muchos saludos Mi correo electrónico es ainalira@hotmail.com
Gracias a la dirección de la Revista, tengo un ejemplar en mis manos con el reportaje la TUMBA DE LOS ALEMANES, vuestra revista es muy interesante, sus artículos me ponen al día de hechos que suceden en mi querida Riobamba, saludos
Dr Adolfo Moreno
Excelente, serian tan amable de facilitarme datos para contactarme, con estas espectaculares personas del reportaje , por favor, todos estos datos son para fines academicos
Enhorabuena por la ciudad de Riobamba.
Le invitamos a conocer más sobre Riobamba Turismo en http://www.riobamba.co