
No hace mucho, no hace poco, la creencia y la evidencia ratificaron su ancestral enemistad en un pueblo cercano de Riobamba donde ocurrió un hecho insólito, casi milagroso, del que poco se habla y el que hoy se apilona entre tantas anécdotas sobrenaturales que alimentan las supersticiones y la fe popular. Para contar los hechos que nos ocupan, debemos situarnos en un lugar. Se trata de un pintoresco pueblito asentado junto a la orilla de un río, alguna vez torrentoso, y cruzado por una ancha y transitada vía. Las tradiciones más conocidas se relacionaban con los muertos; aquí se acostumbraba a enterrar a los difuntos con largas procesiones que llegaban al camposanto ubicado en una loma y necesariamente en la noche; y, al inicio de noviembre, alumbraban con velas las calles que conducían al cementerio para permitir el regreso de las almas de los seres queridos.
Es necesario también ubicarnos en el tiempo: los días anteriores a la Navidad. Como todos los años, los fervorosos católicos del pueblo participaban en los preparativos para recibir al Niño la noche del 24. Separaban sus mejores galas para la misa de fiesta, alquilaban los disfraces de diablito de lata, de perro, de sacharuna, de cholita para danzar en el pase; y, también, elegían a María, a José, a los ángeles y a los reyes, para que reprodujeran las escenas bíblicas en cuadros vivos. Y, por supuesto, en las noches acudían a rezar la novena de aguinaldos convocada por el padre John.
En una noche fría, en el quinto día de celebración de la costumbre católica en la casa del prioste, una devota se quedó absorta ante el comportamiento inusual del sacerdote en el momento cumbre de la misa. Al bajar el cáliz durante la consagración del vino, el religioso no continuó con el rito y miró absorto hacia el recipiente dorado y, sistemáticamente, acercaba y alejaba sus ojos para comprobar algo que lo había impactado profundamente. Dicha actitud no tardó en alertar a más de uno; lo que fueron voces ahogadas se convirtieron en persistentes murmullos acompañados de codazos.
¿Qué le pasaba al padre que no continuaba la misa? Conmovido, sorprendido y hasta resignado, el cura finalmente habló, aunque las palabras no salieron fácilmente de su boca. Dijo, con voz temblorosa, que algo extraordinario acaba de suceder. El copón estaba limpio y vacío cuando había depositado el vino y, una vez consagrado, quiso llevárselo a la boca, pero la bebida había cambiado y dentro de ella flotaba una sustancia densa y de color rojo oscuro, que pronto identificó como ¡sangre! Al escuchar el relato, los parroquianos fueron atacados por escalofríos provocados por el temor.
Poco a poco, sin embargo, y con respeto, se fueron acercando al padre John para constatar lo escuchado. No faltó una señora que, profundamente conmovida, cayó de rodillas al piso y elevó manos y rostro hacia el cielo para agradecer por la supuesta manifestación divina. Se sentía agradecida y conmovida por haber sido testigo del más radical fundamento eucarístico: el vino transustanciado en sangre de Jesús.
Cuando lo expresó de esa manera, los demás cayeron en cuenta. Esa sustancia transformada no podía pertenecer sino al Nazareno. Entonces, la mayoría se arrodilló y en manifestación coral pregonó el milagro. La buena nueva corrió pronto por el pueblo y, así, se formó una procesión con destino a la iglesia para depositar el copón en el altar.
La conmoción atrajo también a un par de escépticos que, sin pudor, abordó al sacerdote, pidió verle las manos para descartar alguna herida; después se acercó al cáliz y revolvió suavemente el líquido para tratar de desentrañar su naturaleza a través de la observación. Uno de ellos preguntó sobre la botella del que se había extraído el líquido y cuando la tuvo entre sus manos, revisó concienzudamente el pico y la tapa, y después colocó un poco en un vaso. No encontró rastro de otras partículas similares a las del vaso sagrado.
Pero, aún no estaba listo para dejarse seducir por la idea de lo inexplicable. Entonces, se le ocurrió que un médico podría tener más elementos de convicción para desentrañar el misterio. Al no estar presente ninguno, la autoridad del pueblo sugirió formar una caravana para pedir la intervención de un galeno en la ciudad. Así se hizo, efectivamente, y al faltar algunos minutos para la medianoche, lograron contar con la experticia profesional para la revisión no solo del cáliz sino también del agua y el vino usados en la misa.
Tras realizar algunas pruebas y de una espera que parecía eterna, el médico dio su veredicto con respecto a la sustancia: ¡era sangre humana!, y solo estaba presente en la copa de la consagración.
Con más convicción sobre la presencia tangible de Dios, la procesión volvió al pueblo, que se hallaba en estado total de expectación por los resultados. A esas alturas, algunos pensaban ya en el proceso que habría de seguirse para que se demostrara la naturaleza no terrena de lo ocurrido y, posteriormente, la declaración del milagro por parte de la Iglesia católica. De cualquier forma, no sería fácil ni rápido. Lo que un entendido explicó fue que el hecho debía cumplir con tres condiciones: que estuviera en el ámbito de los sentidos, es decir, que haya sido visible; que no fuera explicable por las leyes naturales; y que se reconozca a Dios como autor directo.
Pero antes de todo, el padre John debía comunicar a sus superiores lo ocurrido esa noche y solo ellos estarían en capacidad de promover cualquier proceso. Esa misma madrugada, sostuvo una conversación con un alto prelado de la Iglesia, cuyas incidencias nunca trascendieron.
Lo que supo a la mañana siguiente, cuando el tema del supuesto milagro causaba revuelo en los alrededores, fue que las evidencias se habían esfumado y que, por lo tanto, nunca se podría confirmar si aquella sustancia realmente correspondía a sangre de origen divino.
Después todo fueron especulaciones y preguntas sin responder: ¿Qué dijeron las autoridades eclesiásticas en esa conversación guardada bajo el secreto de confesión? ¿Qué era aquella sustancia? ¿El sacerdote debió beber el vino al considerar que al haberse consagrado era la sangre de Cristo y, por lo tanto, sagrado? Lo cierto es que, a la luz del dogma, si queda vino consagrado en la copa debe ser bebido por el celebrante y no debe ser derramado en vano ni tirado, bajo pena de excomunión.